miércoles, 31 de enero de 2018

Ponte las zapatillas

Me despierto tumbado sobre la cama, que no está deshecha del todo. La luz de la mesilla, encendida, emite un brillo anacrónico que escapa por el enorme ventanal hacia el bosque. Ni siquiera nos quitamos la ropa de calle antes de caer dormidos sobre el edredón... ¿Qué hora es?
 
Busco en la mesilla y descubro que no hay despertador ni reloj. Sonrío. Claro que no, aquí no son necesarios esos artilugios. No hay un solo reloj en toda la casa. Estamos en uno de los dormitorios del piso superior, el que tiene un enorme ventanal que da acceso a la terraza. Me encanta esta terraza, rodea toda la parte superior de la casa con una barandilla de forja. El suelo, de madera, siempre acaricia mis pies descalzos como una playa virgen encantada de saludarme. Recuerdo haber estado sentados, cenando en la terraza, hasta que se nos hizo de noche. Recuerdo cómo un búho y algunos compañeros nocturnos se nos habían unido a la conversación conforme pasaba el tiempo. Recuerdo cómo nos atracó el sueño robándonos bostezos. Recuerdo habernos sentado en la cama para seguir la conversación, recuerdo haberme recostado para seguir hablando mientras descansaba los ojos... y me acabo de despertar, en mitad de la noche, con nuestra última conversación todavía entre mis labios.
 
Todavía estoy tumbado, me giro suavemente para mirarte y te veo dormida plácidamente. Tu respiración es calma; tu pelo, despeinado, es el mejor ejemplo de belleza en el caos que podría imaginar, estás preciosa cuando te despeinas; tus labios, entreabiertos, parecen susurrar que no estás dormida, que tan solo estás jugando a descansar... es curioso cómo contigo todo parece un juego, un juego relevante y emocionante. Tus párpados están cerrados y, sin embargo, sigo viendo tus ojos. Cómo no verlos si son lo más importante que hay en esta casa. Son redondos, profundos, hechos de madera de olivo con virutas de esmeralda... y esta es la peor y más injusta descripción que jamás se les ha impuesto.
 
Me acerco a ti y te beso en la mejilla derecha, que es la que está al descubierto. Abres los ojos, me miras y sonríes.

- No estaba dormida --bromeas.
- Lo sé, yo tampoco te estaba mirando embobado. No sé ni qué hora es...
- ¿Acaso importa eso?
- En absoluto --sonrío.
 
Me levanto desperezándome mientras me estiro. Te confieso que me apetece un té bien caliente y seguir hablando contigo. Te parece un plan estupendo para continuar con la noche.

- Ponte las zapatillas, se ha quedado una noche preciosa y tenemos que recorrerla

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