miércoles, 24 de septiembre de 2014

Boxeo

He soñado que soñaba que tenía que pelear contra una nectarina gigante. Era una pelea muy dura, sólo uno de los dos podía quedar en pie. Lo raro de la situación era que la mandarina conocía mis movimientos con antelación. Era como si pudiese leer mi mente y anticiparse a mis golpes para esquivarlos.
Sus brazos era finos pero tenía bastante fuerza, golpeaba duro, rápido y con rotundidad. Como si llevase años preparándose para este combate. Como si yo hubiese sido su motivación, su rival a abatir.
Por otro lado, no me resultaba nada complicado bloquear sus golpes. Su baile de piernas y los puños que lanzaba resultaban tan predecibles para mí que no tenía problemas en bloquearlos y esperar a su fatiga para atacar con fiereza.
Sin embargo, de vez en cuando ella se dedicaba simplemente a balancearse y encajar mis golpes. Los recibía con una media sonrisa en su cara, esa maldita naranja se reía de mis golpes, haciéndome enfurecer aún más. Ello me llevaba a golpear de forma más violenta en su costado. De vez en cuando, salpicaba parte de su jugo y ella sólo lo miraba y sonreía. Era como si disfrutase recibiendo mis embestidas, como si no le preocupase lo más mínimo acabar hecha zumo. Al cabo de un rato, me propinaba un severo golpe en toda la cara, aturdiéndome. Y retomaba su ataque, otra vez con golpes directos y juego de piernas impecable. Un boxeo tan impecable como predecible para mi.

Al cabo de horas (tiempo de sueño) de pelea, he despertado empapado en sudor en mi cama. Aterrorizado por la pesadilla he encendido la luz de mi mesilla y he buscado el vaso de agua para calmar mi fiera sed. Todavía jadeando por el esfuerzo de la pelea y con el pelo tan revuelto que resultaba sádicamente atractivo, he mirado a la litera de al lado y la he visto. Ahí estaba ella, esa estúpida ciruela Claudia dormía plácidamente justo al lado de mi cama.

De repente, he despertado de mi sueño. Boca arriba, lo he recordado y no he podido evitar una sonrisa al darme cuenta de lo extraña y divertida que me resultaba la historieta. Me he girado hacia donde estaba durmiendo la fruta gigante en mi sueño y me he visto reflejado en el espejo de mi habitación. Ha sido entonces cuando lo he entendido todo: la fruta gigante era una metáfora de mí mismo, he estado soñando que tenia una pesadilla en la que peleaba contra mí mismo.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Adicto a ti

Imagina un océano de aceite viscoso y denso; imagínalo en calma, en armonía; imagina la paz con la que transcurre su existencia. Los cientos de miles de ríos, que son como pequeños capilares, desembocan en él de manera tan sosegada que apenas perturban la paz del mismo. Es inmenso, es titánico, es eterno e inmutable. Su absoluta deidad es tal que no eres capaz de idear un sólo momento en la historia en el que no haya existido esta bestia colosal. Incondicionalmente quieto, con un ritmo de movimiento de tal lentitud que no aciertas a verlo como algo dinámico. Nada lo perturba, ni los niños lanzando piedras desde la orilla, ni los inmensos barcos surcándolo, ni los vientos... nada consigue apenas alterarlo lo más mínimo y los desprecia con desdén, como si su majestuosa fuerza fuera inmutable.

Imagina ahora que, del cielo cubierto de nubes densas y oscuras, se precipita una sola gota de agua hacia este océano. Imagina a esa gota saltando desde lo más alto de la atmósfera y acelerándose más y más para estrellarse con toda la fuerza cinética que es capaz de acumular durante su caída contra la superficie en calma absoluta de nuestro gigante. Una minúscula y transparente gota que impacta con el grandioso océano y de repente... en el preciso, acotado y exacto punto de impacto se desata la reacción desmesurada a una acción de fuerzas. El aceite del océano salpica de manera exagerada a varios metros alrededor, creándose unos círculos de varias decenas de metros causados por esta primera gota, abriendo en canal al mismísimo dios de la calma, hiriéndole de manera puntual pero punzante. Increíble. Y a los pocos segundos, otra gota decide precipitarse; y antes de que alcance al océano, otra más y otra y una más. Y la visión es apocalíptica, cientos de miles de proyectiles caen inevitablemente sobre el mar de aceite, destrozando toda la calma que una vez reinó en él. Lo hacen saltar, con olas de varios metros, lo revolucionan por completo, el viento aprovecha esta descompostura y se une contra la quietud imperante durante siglos. Surgen remolinos que alcanzan el mismo fondo jamás descubierto; maremotos que hacen temblar a las placas tectónicas; rayos, descompuestos en impresionantes relámpagos y aterradores truenos que parten en dos los cielos y electrifican al mismísimo aceite. El océano entero comienza a bailar, a descontrolarse, es incapaz de recuperar el control sobre sí mismo, nadie ni nada antes había sido capaz de hacerle temblar de esta manera. Una sola gota de esa tormenta ha sido suficiente para impresionarle y desarmar su grandeza. Una sola gota, descarada y decidida; atrevida y con una sencillez que resulta absolutamente preciosa ha sido capaz de desobedecer a todas las leyes lógicas que reinaban hasta el momento...


¿Y todavía me preguntas que por qué no puedo evitar decirte que te quiero? Pues porque me he vuelto adicto a esas tormentas.