miércoles, 29 de marzo de 2017

Lucía

Tenía unas de esas manos difíciles de olvidar. Llenas de arrugas en su parte exterior. Hinchadas, con dedos gruesos y uñas cortadas al ras que apenas cubrían las puntas de los dedos. Una cicatriz serpenteaba entre las falanges del anular izquierdo, el índice no siniestro andaba siniestrado, pues su yema había sido aplastada en el pasado y lucía un pequeño muñón como terminación. Las muñecas, del grosor de la mano, se camuflaban y conferían a los movimientos de aquel individuo de un particular ritmo, un deje característico que llamaba la atención de cualquiera que se fijase lo más mínimo. Aquel hombre sabía utilizar sus manos, lo había hecho durante muchos años. Su piel era oscura, del color del cuero secado al sol y curtido con dureza por un duro patrón hecho de tiempo. Nada de seda ni noches entre algodón. Aquellas manos habían nadado muchas veces en las aguas heladas de un río que se despereza con el alba, habían mecido entre ellas al fuego que lucha con alma por sobrevivir a la fría y oscura noche.

Lo recuerdo bien, aunque no estoy segura de si es porque es uno  de esos momentos que una atesora durante años sin saber muy bien el motivo o porque sucedió en la mañana de ayer. A veces me pasan estas cosas, que me pregunto cuestiones banales sobre hechos fugaces. Puede que sea porque me encanta divagar buscando el sentido a cualquier razonamiento, puede que perderme entre mis pensamientos sea la forma que tengo de huir de mis demonios. Creo que ni yo misma lo sé, no sé porque lo hago, pero me encanta recrearme en las pequeñas cosas. Siempre he creído que la clave de la felicidad está en los detalles. "La densidad es la clave" es lo que siempre solía decir mi hermano... ¡Estúpido niñato y sus metáforas sobre la física! El caso es que esta mañana me he hecho con este viejo cuaderno y he decidido intentar escribir un diario. Lo primero que me ha venido a la cabeza han sido ese par de manos y me parece una entrada más que digna para luchar contra la página en blanco. Si mi profesora de lengua me viese estoy  segura de que se reiría, con la de veces que me recomendó apuntar las cosas y tratar de reflejar por escrito mis ideas... Supongo que tenía razón, que el orden que me falta en mi vida diaria se puede buscar en ejercicios sobre el papel.
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Es la primera hoja de un cuaderno que encontré encima del banco en el que me siento cada tarde. Confieso que sentí curiosidad y me lo leí del tirón, sin que mi atención pudiese escapar de entre sus hojas.

Tuve la sensación de conocer a Lucía, de acompañarla durante un periodo de su vida y compartir sus sorprendentes vivencias. Percibí su evolución: al principio probó diferentes estilos de escritura hasta estar cómoda en su propio diario, se auto corregía, dudaba, hacía comentarios sobre sus propias entradas y forma de expresarse... Pero poco a poco fue encontrando su estilo hasta encontrarse a salvo en su escritura. Al comienzo, describía las conversaciones como un narrador ajeno a la conversación y poco a poco fue involucrándose hasta narrarlas tal y como le fueron sucediendo, sin introducciones artificiales ni comentarios anexos. Era como si contase la historia en una novela.

En cuanto a la regularidad también percibí la evolución: al principio escribía de forma más espaciada en el tiempo, lo hacía de forma irregular. Pero después de unas semanas fue escribiendo más a menudo hasta hacerlo a diario e introduciendo más contenido en cada una de sus entradas. Como si poco a poco se fuese acostumbrando a utilizar su propio diario como terapia contra "sus demonios", como ella los llama, como si hubiese adquirido, apenas sin ser consciente de ello, la necesidad de comunicarse a través del diario.

miércoles, 22 de marzo de 2017

El taller de trabajo

¿Te acuerdas de nuestro refugio? Aquella casa perdida en un gran bosque en mitad de la montaña. Solíamos encontrarnos allí, pasábamos horas discutiendo sobre el mundo, tratando de arreglarlo; nos sentábamos al calor del fuego y dejábamos que nuestros ojos se contasen secretos mientras bebíamos café (nunca conseguí que te gustase, pero tus labios siempre me supieron a café). Disfrutábamos de la inmunidad que nos brindaba aquel precioso entorno, aislados de los mundanos problemas, sumergidos en divinos debates... Quizás ya no lo recuerdes, de aquello hace ya mucho tiempo. Quería decirte que he vuelto a nuestra cabaña.

Quizás por nostalgia, quizás por curiosidad (siempre que abro la puerta mantengo el aliento por si al entrar te encuentro en la mesa de la cocina), quizás porque en ese lugar me siento a salvo... Lo cierto es que no conozco el motivo pero me gusta esa cabaña. He estado en un par de ocasiones; he ido hasta allí, he pasado unas horas en la solitaria casa (estaba muy vacía sin ti) y me he ido. En la última visita hice algunas obras y quería informarte de los cambios. Quería hacer algo en la habitación del último piso, esa buhardilla que usábamos como trastero. Al principio pensé en una biblioteca, instalar un par de sillones, alguna lámpara de pie para iluminar, alguna mesilla y unas cuantas estanterías. Pero al pensar en los habitantes de esos estantes caí en la cuenta de una cosa. Revisé los libros de la casa: los de la estantería del salón y los que había repartidos por algunos rincones. Hojeé esos libros y me dí cuenta de que todos ellos estaban en blanco. Tenían tapas preciosas y todas sus páginas, pero estaban vacíos de contenido. Supongo que siempre que íbamos a la cabaña era para charlar, leernos el uno al otro y nunca nos interesó leer nada del exterior o caer en otros mundos. Entonces me percaté de que no tenía sentido contar con una biblioteca si no íbamos a leer, además ya teníamos espacios para la conversación.

Lo que pensé inmediatamente después, y se convirtió en mi elección final, fue en un taller de trabajo. De hecho ya lo tenemos montado. He instalado unas mesas grandes en las que trabajar, un panel con herramientas variadas en una de las paredes, una pizarra para el diseño de proyectos a modo de ideario, dos grandes estanterías llenas de materiales... y lo que más te va a gustar, en el rincón donde el tejado baja más, en esa esquina de menor altura he instalado unos contenedores para recoger los retazos, retales, restos y recortes de trabajos anteriores y futuros. Porque todo se puede reciclar y reinventar si tienes imaginación suficiente. Y de eso a ti te sobra, tienes esa capacidad de descomponer un proyecto y conseguir que la suma de sus partes sea mucho mayor que el todo. Por eso creo que un lugar de almacenamiento para todos objetos repletos de potencial te vendrá muy bien cuando te apetezca trabajar en la creación de alguno de tus inventos. Además, he ampliado el tragaluz del tejado y los ventanales, también he añadido un acceso al balcón. Los grandes ventanales nos proporcionan una entrada de luz natural suficiente como para no necesitar luz artificial durante el día. El tragaluz ofrece unas vistas nocturnas preciosas, pueden verse las infinitas estrellas de ese cielo tan hipnótico.

Te imagino trabajando en tu nuevo taller y no puedo dibujar en tu cara otra cosa que no sea una enorme sonrisa. Imagino la habitación repleta de proyectos terminados, otros en proceso de creación y otras muchas futuras ideas todavía sin tocar. Los ventanales abiertos de par en par, el cálido aire de la tarde veraniega secando algunos lienzos que descansan sobre la pared, el sonido de los primeros grillos acompañando a tus canturreos mientras manipulas un trozo de cuero, tus preciosos ojos bailando en una oscuridad cada vez más evidente. Una oscuridad que ignoras por completo, absorta en tu trabajo. Imagino esa estampa, que disfruto desde el último escalón de la escalera. Te subo algo de cena y un té frío para que descanses un poco. Me apetece escucharte contar el último proyecto en el que andas trabajando y enamorarme de esa luz que desprenden tus pupilas cuando te dejas llevar por la pasión.

Cuando me fui la última vez dejé la puerta abierta, como siempre. No sé si volverás a la casa ni si llegarás a ver el nuevo taller de trabajo. Ni siquiera sé si yo mismo volveré, pero lo dejaré todo tal y como está porque me ha encantado construir ese taller y he disfrutado mucho imaginándote trabajar en él.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Mirada al cielo

Esta mañana me he encontrado con una situación sorprendente de camino al trabajo. En una de las rotondas con más afluencia de mi ciudad había un coche detenido, la puerta del conductor abierta y una hilera de coches atascados a causa del bloqueo en la carretera.

No se trataba de un accidente, el conductor de este coche había abandonado el coche y estaba en mitad del carril, con las manos en la cabeza y mirando hacia el cielo. No parecía tener ninguna lesión física, reía a carcajadas y parecía llorar de alegría al mismo tiempo. Gesticulaba con aspavientos, señalaba hacia el cielo y saltaba de un lado a otro. Los conductores golpeaban sus volantes, hacían sonar sus bocinas y gritaban e increpaban a este personaje. Él, con los ojos empapados y descaradamente despeinado, ha dado media vuelta y ha gritado "¿Es que no la veis? ¡Mirad que enorme y preciosa está La Luna!". Parecía un niño que ve por primera vez el mar o una anciana que descubre el tacto de la nieve en su piel. Estaba tan emocionado que daba la impresión de ser un excéntrico desubicado. Sin embargo, la pasión con la que estaba viviendo ese instante, la intensidad con la que describía el momento, la admiración con la que miraba a Luna...

He mirado al cielo, hacia donde sus gestos apuntaban, y he descubierto que tenía razón. Esta mañana, Luna tenía un tamaño descomunal. Su belleza multiplicada a razón de su tamaño. Increíble. Inefable. Precioso.

He estado a punto de salir del coche y acompañar a ese buen hombre, ¿acaso no veían esa Luna? ¿Cómo podía toda esa gente ignorar tanta belleza? A veces tenemos demasiada prisa para pararnos a disfrutar de las cosas pequeñas, a veces ignoramos los detalles y perdemos oportunidades de oro para admirar la vida... incluso cuando el regalo que nos hacen tiene treinta y ocho millones de kilómetros cuadrados y pesa más de setenta mil trillones de kilos.

miércoles, 8 de marzo de 2017

El discurso

No sé dónde estoy, qué es lo que tengo que hacer ni lo que se espera que diga... ni siquiera sé quién soy. Sin embargo, una sala repleta de periodistas armados con sus cámaras y micrófonos aguardan impacientes mi comparecencia. El mundo entero espera que le ofrezca unas respuestas que no tengo, la gente confiará en mis palabras... y no sé qué voy a decirles.

Todo empezó hace veintiocho años, cuando yo tenía siete. Recuerdo estar jugando con mi hermana pequeña en una vasta extensión de hierba verde. Recuerdo cómo se nos acercó aquel extraño hombre. Mi hermana se asustó y salió corriendo hacia la vieja casa. Aquel hombre tenía una expresión distante pero por algún motivo no me daba miedo. No, no era miedo lo que sentía sino compasión. Sus ojos supuraban dolor, sus manos temblorosas revelaban una debilidad que trataba de encubrir con su discurso. Yo era un niño, pero lo recuerdo como si fuese ayer. Mi mente parece compartir ese recuerdo con la experiencia de mi psique adulta. No sabría explicarlo pero es como si mi mente permaneciese inalterable mientras mi cuerpo ha ido cambiando con el tiempo y madurando, como si mi cerebro percibiese el pasado, presente y futuro al mismo tiempo pero mi cuerpo estuviese anclado a una realidad organoléptica.

Apenas tengo recuerdos, de hecho ese es el último recuerdo que conservo. Después de aquella conversación no hay nada hasta la semana pasada, cuando "desperté" de pronto en una gran sala llena de personas trajeadas, reunidas ante una enorme mesa alargada. Sin embargo, no soy capaz de distinguir un antes y un después en la consecución de mis ideas, todo lo que sé... simplemente lo conozco. No he aprendido nada, jamás he aprendido nada nuevo, todo ha estado ahí de forma inmutable. No hablo de una percepción platónica del conocimiento, ninguna de mis ideas estaba latente en un mundo paralelo hasta que la descubriese. Todo lo que ahora conozco, lo conocía la última vez que recuerdo mi existencia y también la primera.

Tengo toda esa metainformación sobre mi cerebro y mis recuerdos... pero no tengo ni un solo recuerdo válido. Todos los recuerdos están dañados, no soy capaz de entenderlos. Están ahí pero tan solo son ruido. Hay millones de personas que, pegados al televisor desde sus casas, esperan escuchar mi mensaje. Todas esas personas tienen miedo, están asustadas y temen por sus vidas. Puedo darles un mensaje esperanzador o prepararles para lo peor, lo cierto es que poco importa. Tengo la información de la situación en alguna parte de mi cerebro, pero soy incapaz de acceder a ella. Tengo un presentimiento de que debería prepararles para su... ¿extinción? Ya no sé cómo se sienten los recuerdos, no puedo diferenciar lo que es real de lo que no lo es. No sé lo que voy a decirles a todas esas madres preocupadas, maridos, abuelas, hijos y presidentes de estado. Lo único que sé ahora mismo es... que me apetece un café bien caliente.

miércoles, 1 de marzo de 2017

El último habitante de la Luna. Capítulo 3

Bajo la lluvia

Los dos hombres se apresuraron a recoger las herramientas del suelo y emprender a toda prisa el camino hacia la casa de Josehp y Agnes. Cruzaron el parque y se perdieron tras doblar la esquina con la calle de Saint Jude.

Desde el el otro extremo del parque, en la esquina de la avenida Trendshop con el callejón Rottenfish, una sombra inmóvil ha presenciado los acontecimientos en silencio. Lo ha visto todo, estaba demasiado lejos como para socorrer al viejo Joshep pero lo hubiese intentado de no haber aparecido Christian en la escena. Había trabajado con el viejo Joshep hacía unos meses, de hecho había aprendido mucho en esas semanas, pues el viejo lleva años en el oficio y conoce a la perfección todas las tuberías del pueblo. Sin embargo, su jefe y mentor se había desprendido de él a las tres semanas. Tan solo una bolsita con un puñado de monedas por sus servicios. Ninguna explicación. El viejo tenía un carácter sobrio, era serio y parco en palabras. Además, reaccionaba de forma temperamental cuando su aprendiz fallaba en algo que él consideraba elemental. Sin embargo le había explicado en detalle los problemas y su solución todas y cada una de las veces en las que habían salido a trabajar. Por todo ello nuestro hombre le profesaba respeto y admiración, no podía guardarle rencor ni culparle por el trato recibido (a pesar de que no volvió a dirigirle la palabra después de aquel día de pago). Al fin y al cabo todo el mundo le ignoraba, todos en el pueblo parecía desconocer su existencia. Al menos así fue hasta el día en que se convirtió en el personaje más popular de toda Inglaterra.

Le extrañó ver a Joshep dirigiéndose hacia su casa junto a Christian. Sabía que tio y sobrino habían discutido hacía año y medio por un asunto de trabajo y no los había vuelvo a ver juntos salvo cuando el jóven aprendiz acudía al taller de tu maestro y tío para pedirle disculpas. Por lo visto, el joven había pretendido modernizar el negocio y había gastado una cantidad desconocida de dinero en la compra de unas nuevas tuberías hechas de fibrocemento o algo por el estilo. Al parecer el viejo fontanero era demasiado orgulloso como para perdonar la traición del chico y éste se encontraba siempre con un portazo en las narices. Gracias a ese desafortunado hecho, había podido trabajar con Joshep.

En cualquier caso se alegraba de verlos juntos, quizás habían retomado su relación. Es importante mantener y cuidar las relaciones familiares. Él anhelaba tener a alguien con quien compartir las frías noches y los largos días en este mundo. Recordaba a diario a sus padres, Madre le había regalado amor y Padre le había inculcado honestidad. Se lo agradecía cada noche, estaba convencido de que allá donde estuviesen recibirían sus agradecimientos, aunque no estaba seguro de lo que sentirían por él, quizás estuviesen avergonzados de su hijo, alguien que no había conseguido el cariño de nadie en sus treinta y muchos años de vida. Había pasado tanto tiempo...

La vida no era nada fácil, no todos los días había algo que llevarse a la boca. Había trabajado en muchos sitios, claro que lo había intentado, pero no mantenía ninguno más de un mes seguido. Estuvo trabajando de deshollinador, fontanero, zapatero, limpiador de pescado, transportador... Luego había hecho algunas cosas más, algunas cosas son las que había hecho.

Era hora de volver a casa, estaba lloviendo con gran intensidad y seguir allí plantado solo le proporcionaría caer enfermo en cama durante una semana. Y no se lo podía permitir, no aquella semana. Emprendió un lento caminar hacia su casa con un pensamiento en su cabeza, se concentró tanto que casi pudo dibujar una media sonrisa en su cara. No llegó a hacerlo, pero fue el momento en que más cerca estuvo de sonreír en los últimos años. Y es que dos días más tarde, el martes de esa misma semana tenía una entrevista de trabajo que podría cambiarle la vida. Aquella noche durmió como no lo hacía desde que era niño.