miércoles, 18 de diciembre de 2013

Acantilados emocionales

Nunca entendí eso de que "del amor al odio hay un paso".  Es como decir "de la vida a la muerte hay un paso". En realidad esto último sí que tiene sentido, podrías estar al pie de un acantilado y...
Pero ¿existen acantilados emocionales? Situaciones en las que amas a alguien pero en un sólo descuido, en un impestañeable lapso de tiempo cada una de las células de tu corazón convierta en odio todo ese amor que pregonó en el estallido de la última sístole contagiando enérgicamente tal sentimiento al resto de tu cuerpo.

No se, me cuesta demasiado imaginarme algo así. Demasiado forzado para ser algo natural. No quiero sonar pretencioso ni hacer alarde de mi ignorancia, quizás esa bipolaridad exista, pero ni soy consciente de ella en mi cuerpo, ni me interesa conocerla.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Carcajadas

Parece una de esas enormes mansiones francesas del siglo XIX. La luz de una mañana inusualmente soleada en Diciembre entra por las grandes ventanas iluminando las estancias y el largo pasillo que puede verse desde la habitación. Esa luz, junto a los altos techos de la mansión y la corriente de aire que provocan las ventanas abiertas hacen que el ambiente de los jardines se traslade al interior, dotándolo de una pureza raramente palpable puertas adentro.

Unos cuantos juguetes infantiles desperdigados por el suelo presentan a la perfección el desorden de la habitación: ropa vistiendo sillas, libros abiertos sobre la mesa, más juguetes sobre ambos sofás, el anacrónico crepitar de un fuego encendido el día anterior y que se ha mantenido insomne durante toda la noche... Unas carcajadas ponen la banda sonora a semejante estampa, es una risa joven, despreocupada y sincera. Sobre una sencilla silla de madera situada junto a la chimenea se encuentra sentado el creador de la melodía. Zapatos italianos de piel, traje impecable, la chaqueta sobre el respaldo de la silla, una camisa blanca desabrochada mostrando el tonificado torso del muchacho y dejando ver una fina cadena de oro que porta un símbolo familiar. La mirada apuntando al cielo y dedicando al aire carcajadas que resuenan solitarias por toda la mansión... y un camino de sangre que emana de la nariz y resbala por los labios hasta llegar a la barbilla para terminar precipitándose hacia su pecho desnudo...

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El café más caro de la historia

A doscientos kilómetros de casa, estoy en la estación, es de noche y la vuelta se ha retrasado a última hora por lo que me quedan un par de horas de espera por delante. Diciembre llama a la puerta y hace mucho frío, incluso dentro de la estación. Le doy una oportunidad a una sala de espera. Esas salas de espera siempre me han parecido estancias atemporales y paradójicamente monótonas. Tras un rato en ella, y cuando canjeo todos los minutos que mi paciencia tiene reservados para dicha sala, no me queda otra opción que abandonarla. Sin embargo, todavía me queda bastante tiempo para repartir y pocas "atracciones" que visitar. Decido recurrir al café para calentarme estómago y manos y de paso, entretenerme. Entro en una cafetería de la estación y pido un café con leche. Al preguntar el precio, la camarera me responde un precio ridículamente alto, pero lo pago (¡qué remedio!). Cojo mi maleta, mi mochila y mi café y elijo una de las muchas mesas que tiene el local, la mayoría están vacías excepto un par de ellas en las que cenan algunas personas.

Me siento, dejo mis cosas y lo primero que hago es calentar mis manos cogiendo con ambas el café, me encanta esa sensación de acercar la taza caliente a mi cara y sentir el olor, la temperatura y el sabor de mi café al mismo tiempo... Recojo el ticket que había dejado sobre la mesa y pienso en lo caro que me ha costado, me doy cuenta de que, de hecho, es el precio más alto que jamás he pagado por un café con leche, es el café más caro de la historia. He elegido una mesa junto a una gran cristalera que da a la calle y a través del cristal pueden verse infinidad de cosas: puede verse a los viajeros que corren, los que se van porque quieren coger un tren y los que llegan para abrazar a los suyos (en las estaciones todo el mundo se besa apasionadamente y se abrazan como si hiciese meses que no se ven, pero de eso ya te diste cuenta hace años...); pueden verse las luces de los coches pasar a toda velocidad, cada coche transporta unos pasajeros, cada uno tendrá una vida, una historia (quizás vayan a casa para cenar con sus hijos, puede que se vayan de fin de semana a una casa rural); a través de la cristalera puedo ver cómo el hombre de la esquina se cansa de pedir alguna moneda a los transeúntes y decide regalarle un piropo a una chica que pasa junto a él, puedo ver como ella le contesta una preciosa sonrisa y un "¡Gracias!" entre risas y se vuelve para decirle algo (algo bonito seguramente a juzgar por sus caras); desde el interior de la cafetería y con la humeante taza de café en mis manos puedo ver el frío del exterior, me he dado cuenta de que el frío puede verse, no sólo sentirse en tu propia piel sino también verse y transmitirse a través de una imagen (una nueva dimensión para el frio, fantástico). Y entre todas esas visiones y pensamientos (que como en las buenas ocasiones, viajan a la velocidad de la luz) recuerdo que me estoy tomando ¡el café más caro de la historia! Y no puedo evitar sonreír, incluso una pequeña risotada escapa sin que pueda (ni quiera) hacer nada para evitarlo. Ya no me importa cuánto he pagado por él, casi ni lo recuerdo, porque este café cada vez me sabe mejor, me doy  cuenta de que es una de esas cosas que condensa el tiempo... y eso me encanta, me pone de buen humor. Decido hacer un barquito de papel con una servilleta y dejárselo de regalo al próximo cliente, o a la persona que tenga que limpiar la mesa... me gusta hacer eso (pienso en la cantidad de barquitos de papel que "he regalado" a personas desconocidas y recuerdo, sin saber por qué, el que hace tiempo dejé en el aeropuerto de Toronto, ¿quien lo recibiría?). Sonrío.

Es la hora, en unos minutos sale mi tren, el que me lleva a casa, a mi tierra, el que me acerca a los brazos de los míos. Hace mucho frío y llegaré unas horas más tarde a casa de lo que esperaba, pero no  puedo quitarme la sonrisa de la cara. Mientras espero, ya en el andén, mis ojos se desvían hacia las catenarias que descansan alzadas varios metros sobre las vías y una vez más sonrió al pensar que la curva que describen esos cables nunca me ha parecido una catenaria.