miércoles, 25 de enero de 2017

El último habitante de la Luna. Capítulo 1

Cena en compañia

El problema no era el ser la única persona sin trabajo del pueblo, el problema estaba en que nadie quería darle un salario a cambio de su jornada. Él se afanaba en sus labores, trataba de acometer sus tareas de forma meticulosa, con el amor que le había regalado su madre y haciendo gala de la honestidad que le había inculcado su padre. Estábamos a finales de siglo, mil ochocientos noventa y... algo, apenas recordaba el año, ¿acaso era algo relevante? Este año sería igual que el anterior, y el siguiente sería lo mismo que este. Quedaban ya lejanos los años de infancia junto a sus padres, habían sido buenas personas, le habían querido y tratado bien. Pero hoy nadie en el pueblo le quería ni le daba trabajo. No se metía en problemas, no era un hombre polémico, pero por alguna razón no generaba simpatía entre sus convecinos.

Si acaso generaba algo de lástima en el corazón de la señora Agnes, la anciana del callejón Oldaly, en el barrio de Saint John, junto a la pescadería de Simone. Agnes le había dado un plato caliente y un asiento en su mesa durante el día de Navidad en los últimos años. "Pobre alma perdida, nadie debería comer sólo el día de Navidad. No es forma de celebrar el nacimiento de Jesús". La anciana enviudó hace 4 años y no tenía hijos. Se sentía muy sola y sentía la obligación moral de convidar a ese pobre hombre al menos una vez al año. Pero lo cierto es que no se sentía cómoda una vez él se sentaba a la mesa. Y hasta que no dejaba la casa, apenas unos instantes tras tomar un chupito de anís al término de la comida, no volvía a respirar tranquila.

Él se comportó de forma muy educada y agradecida durante toda la comida. Trataba de disimular, sin demasiado éxito, la hambruna que sufría y la ansiedad que le provocaba el ver el plato lleno, sabiendo que después había otro esperándole. Era más de lo que su estómago había recibido durante la última semana entera. Bendijo la mesa junto a Agnes antes de empezar a comer. Comía despacio, todo lo despacio que era capaz. Sirvió una copa de vino caliente a Agnes antes de llenar su propia copa, agradeció la comida que se le ofrecía. Alternaba agradecimientos con elogios cada diez minutos...

A pesar de todo esto, Agnes se apresuró a cerrar la puerta con llave en cuando él cruzó el umbral de la puerta. No por temor, no le tenía miedo, pero esa sensación... ese sentimiento de malestar se apoderaba de ella. Una mezcla entre arrepentimiento y repulsión. Pobre, él no hacía nada mal aparentemente, pero no lo podía evitar. Al fin y al cabo, si todo el pueblo opinaba lo mismo por algo sería.

Aquel día, al igual que cada 25 de diciembre, habían disfrutado de una deliciosa comida preparada por la anciana. Él ya había abandonado la casa y paseaba por el parque cubierto de nieve. Estaba siendo un año especialmente duro, con temperaturas muy bajas y la visita de la nieve un día sí y al otro también. Con el estómago lleno se ve el mundo de otra forma, le entran a uno ganas hasta de soñar. Unos gorriones buscaban algo que llevarse a la boca entre el blanco manto. Le resultó irónico el que esta vez fuese él quien miraba a los pequeños pajarillos buscarse el pan, cuando solía ser al revés. Pero en lugar de burlarse sentía simpatía por ellos, sabía lo duro que podía resultar un día sin algo que llene el buche. Al fin y al cabo él había tenido suerte aquel día. Más que suerte, había tenido a la señora Agnes, que casi era un ángel.

La noche comenzaba a cubrir el cielo, no era tarde pero la impaciente oscuridad había decidido no esperar más para entrar de manera triunfal en la tarde británica. Llegaba el momento de volver a casa, esa fría casa vacía de calor... de calor y de candor. Lo que todavía no sabía era lo que le estaba esperando aquel frío día de diciembre al regresar a casa, que le cambiaría la vida de forma definitiva.

El último habitante de la Luna. Pre-texto

El último habitante de la Luna es una serie de 14 entradas en este blog que se publicarán a lo largo de 2017, a razón de una por mes (excepto enero y diciembre, que tendrán dos entradas).

Empezando por esta misma, en la que se presenta la serie. La historia se desarrollará a lo largo de doce publicaciones que narrarán las aventuras y desventuras de nuestro protagonista. Para terminar la serie, se publicará una entrada final en la que se mostrará el proceso de creación de la historia completa, una especie de "comentarios del autor".

Lo cierto es que apenas se han escrito algunas entradas, ni siquiera el autor sabe qué caminos tomará la historia ni dónde terminará... pero esto ya os lo contaré a finales de año. ¡Esto comienza ya!

miércoles, 18 de enero de 2017

Elemental

Todo parecía bailar al son de un lunes dentro de la habitual normalidad en el día de hoy. A excepción de cuatro detalles que podrían pasar desapercibidos ante los inexpertos ojos de un mortal despistado pero que sin embargo resultan imposibles de omitir para un experto en el arte de la deducción y que apuntan, sin ningún lugar para la duda, hacia una única y evidente explicación.


El primero de los detalles que despertó mi curiosidad tuvo lugar a primera hora de la mañana. Al tomar el ascensor de mi casa para bajar a la calle, justo mientras terminaba de vestirme con la prisa habitual de esas horas para ir al trabajo y tras pulsar el botón que me conduciría a la planta baja, algo tremendamente inusual llenó apenas 3 segundos de mi tiempo. La puerta del ascensor no respondió a la velocidad usual sino que quedó abierta 3 segundos más de lo que acostumbra tras pulsar yo el botón. Hecho inexplicable si se toma de forma aislada, pero no por ello despreciable en absoluto.


El segundo de los hitos, y el que me puso en la pista de la posible explicación, tuvo lugar durante el trayecto en autobús. Contando con la multitudinaria asistencia de todos los lunes quedaba, sin embargo, un asiento libre al fondo del vehículo, justo al lado de una anciana que impedía el acceso al mismo. La hipótesis de la pasividad para explicar la falta de habitantes quedó desterrada cuando la anciana se apeó del autobús y un niño tomó el asiento, quedando su progenitor de pie a su lado sin tomar asiento. Por tanto, se unía este hecho a la lista de evidencias del caso, hasta el momento formada por un par.


Pero no iba a tardar en crecer tal lista, pues al llegar al trabajo tuvo lugar la tercera actividad inusual. Contando el edificio con una (mal llamada) inteligencia que ayuda a gestionar los recursos del mismo, no dispone de interruptores para la luz eléctrica. Por el contrario, son detectores de movimiento los que accionan o interrumpen el suministro de luz a demanda de sus transeúntes. Bien, pues estando yo en mi puesto de trabajo empleándome de forma afanosa en la consecución de mis acometidos, encendióse la luz del pasillo sin que pudiese verse persona ni objeto moviéndose en él. Otro hecho que tomado de forma individual podría atribuirse al azar para alguien mundano, pero que me resultaba imposible y hasta desagradable de desterrar a tal argumentación, dados los hechos anteriormente narrados.


Sólo hacía falta el último de los acontecimientos observados para concluir la tesis final. Y éste tiene lugar en el vestuario del gimnasio al que acudo tras el trabajo dos días por semana. Reduciendo los detalles a su mínima expresión, expondré que reparé en un bote de gel que andaba huérfano de dueño. Tras preguntar al único hombre que vi en el vestuario por la propiedad de tal objeto, éste se encogió de hombros y argumentó que no era suyo y que ya estaba ahí hacía un rato. Faltaría añadir que nadie había en las duchas y que ese hombre y yo mismo conformábamos el total de usuarios de cuerpo presente en ese momento.


Una vez experimentadas todas estas vivencias, la deducción lógica e inevitable resultó imposible de ignorar para mis pensamientos. Como el lector ya habrá podido saber, sólo hay una explicación evidente para lo acaecido durante este inusual lunes: el hombre invisible ha estado siguiéndome durante todo el día. La pregunta ahora es, ¿con qué intenciones lo habrá hecho?

miércoles, 11 de enero de 2017

Convite

Es demasiado tarde para arrepentirse, ni siquiera queda tiempo ya para debatir si fue buena idea. La realidad es que estás en su puerta, has llamado y estás esperando a que abra, con tu mejor sonrisa y el corazón a punto de... La puerta se abre y él saluda a tu sonrisa con la suya, sus preciosos ojos verdes te paralizan pero no es tiempo de quedarse plantada como una idiota, tienes que reaccionar. Te lanzas a saludarle con dos besos, que él transforma en un abrazo. Qué bien abraza el condenado, no entiendes cómo un gesto tan físico pueda ser tan intangible, inefable, inmaterial, in...conscientemente revelador.


Él omite la invitación a pasar, simplemente se da media vuelta y camina hacia la cocina; como si tuvieses todo el derecho del mundo a seguirle, como si lo natural fuese que dejases el abrigo sobre una silla y le acompañases. Mientras tu cabeza se lo cuestiona tus piernas lo hacen. Jamás habías estado en esta casa y, puede que sea el gélido día de enero que has dejado fuera o el precioso vecindario de pinos silenciosos y suelo blanco que enmarca la localización, pero sientes un aura encantadora que te envuelve. Recuerdas ese filtro de colores cálidos que utilizan en las películas cuando el protagonista está soñando, puede que estés en un sueño pero no te importa. El contraste es precioso, el candor de la chimenea encendida se adhiere al frío que los ojos perciben a través del enorme ventanal; la madera del suelo bajo tus pies refleja de forma perpendicular a los verticales troncos nevados de pino; su pelo, descarado y caótico, destroza la armonía que ordena el conjunto de leña perfectamente cortada y apilada en el exterior.


Te pide que le ayudes a preparar algo caliente que acompañe a la conversación y te señala la alacena mientras él se dirige hacia el otro extremo de la habitación. Es uno de esos preciosos muebles de madera natural, con puertas acristaladas y algún que otro detalle que demuestran los muchos años que lleva cumpliendo su función de guardar la vajilla. Coges el pequeño tarro de cerámica que te ha pedido y, al tenerlo entre tus manos, piensas en lo curioso que te resulta el efecto del tiempo. Mientras percibimos como algo negativo y feo el efecto que tiene el paso de los años en la piel de las personas, a la cerámica le sienta genial ese envejecimiento. De pronto te planteas cómo modifica el paso del tiempo a las personas, ¿habrá quien sepa reparar el alma de igual forma que hacen con la cerámica los artesanos del Kintsugi? Desde luego, a él lo has visto disfrutar de belleza donde tú sólo percibías viejas cicatrices, incluso contagiar esa maldita pasión que le acompaña hasta casi encontrar deliciosos tus complejos. Cierras la puerta de la alacena y te diriges hacia la mesa, descubres que el tarro que tienes entre las manos se llama "Té" y te sorprende la elección de la infusión, pero tu curiosidad queda insatisfecha. Como única respuesta recibes una petición de colaboración. Mientras él pone al fuego del hogar una vieja tetera llena de agua, tú te sientas a la mesa, una enorme mesa de madera de roble desnuda que encaja el protagonismo de su belleza (en cualquier otro sitio ocuparía el podio en solitario) en la preciosa estampa de la estancia rural.


Es impresionante la capacidad que siempre ha tenido para condensar placeres en un único instante, tanto temporal como espacial. Y es que, sin poder salir del encantamiento del lugar que os rodea, estáis fabricando una conversación tan natural y agradable que nadie adivinaría la fuerza con la que tu corazón golpeaba tu pecho instantes antes, mientras esperabas en la puerta. Es como si no necesitases vestir a tus palabras para presentarlas a tu interlocutor, como si todas esas ideas y sentimientos que nacen de tu interior saliesen a bailar distraídos y sin temores al jardín que hay entre los dos, como si os conocieseis tan bien por dentro que no hiciese falta hablar de las banalidades ni de las cosas importantes de las que suelen hablar las lenguas y pudieseis centraros en el diálogo que mantienen vuestros ojos mientras el mundo sigue su curso... o puede que haya dejado de girar, ¿a quién le importa?


Se mueve entre el fuego y la encimera, al otro lado de la mesa. Traslada dos tazas desde la balda hasta el fregadero. Coge la tetera y vierte sobre las tazas agua caliente para templarlas. Ejecuta sus movimientos en calma, sin prisa, los enmarca en una cariñosa ceremonia. Vuelve al fuego para dejar de nuevo la tetera. Vacía las tazas y las posa sobre la mesa. Te pide que aportes algunas hojas de té. Escoges las que te parecen más idóneas, aunque no tienes la menor idea de cuáles son las cualidades que hacen de una hoja de té la más idónea, y depositas tres o cuatro en cada taza. Las hojas tienen un aspecto añejo, secas y arrugadas, aunque imaginas que es fruto de la deshidratación y que al sumergirlas en agua se expandirán y regalarán su aroma, color y sabor al agua. Se gira hacia el hogar. Rodea el asa de la tetera con un trapo y la aparta del fuego. La conversación queda en suspensión por primera vez. Parece que todo en los últimos minutos era el preludio para este momento. Cuando inclina la tetera con cuidado, escuchas el susurro del agua al saltar al interior de las tazas, el último sonido que recuerdas es el que han hecho las hojas de té al recogerlas del tarro. El vapor de agua que asciende de forma categórica anticipa la agradable sensación que percibirán tus manos. El sutil olor que empieza a dispersarse desde ese volcán activo sobre la mesa, explica a tu olfato el mimo y cariño con que ha sido preparado.


Nunca has sido una gran amante del té, ni siquiera eres la autora intelectual del que se acaba de elaborar hoy, simplemente eres una cómplice que se ha visto involucrada en este magnético proceso. Y ahora te regalan el resultado:
 
- Te prometí convidarte a un café. Y si ahora te ofrezco este té -extiende el brazo acercándote la taza- es sólo para seguir debiéndote ese café mañana. No dejes que se enfríe.

miércoles, 4 de enero de 2017

Entropía (2 de 2)


El hombre misterioso e Ignacio mantuvieron su mirada en un duelo sostenido durante un buen intervalo de tiempo. El tenso silencio comenzaba a apoderarse de la estancia, estaba ya impregnando las paredes para dejar una huella perenne en el lugar cuando José Luis interrumpió:
- Hombre, tampoco es para ponerse así Angelito...
- Tienes razón José Luis. Perdona Ignacio, he tenido un mal día...
- Entonces, ¿se llama Angelito?
- ¡Joder José Luis! Le había dicho al nuevo que nadie sabía el nombre de Angelito, estaba tratando de formar un aura de misterio alrededor de su persona... y vas tú y lo jodes todo. Bueno, que en realidad has sido tú el que lo ha mandado todo a tomar por culo Angelito. ¿Para qué sueltas esa gilipollez?
- Lo siento, ya he dicho que he tenido un mal día. Mi cuñado se ha puesto a tirar un tabique y no he podido dormir la siesta. Precisamente hoy que tenía un dolor de cabeza de mil pares de narices... Además, Ignacio ya sabe lo que me jode el tema de Smith, es un gilipollas que no sabe hacer la o con un canuto.
- Pero... esperad un momento, ¿entonces...?
- Me vais a asustar al chico. A ver prosigamos, ¿quién tenía la palabra?
- Yo -reclamó Ignacio.- Como iba diciendo, es necesario un análisis etimológico para completar el fundamento y contextualización del asunto que nos ocupa. Resulta de especial interés las referencias de ciertos autores -alargó la letra e en la palabra "ciertos" pero sin dar oportunidad a réplica- para situar las primeras referencias a...