miércoles, 19 de abril de 2017

Por (des)amor al arte

- Amaba su obra, odiaba a la persona que había detrás. Me entusiasmaba su pintura, detestaba su conversación y su forma de ser. Tan anodino y vulgar, tan poco bohemio. Odiaba que su realidad no estuviese a la altura de mis expectativas. Tantas nueces y tan poca música... Tenía un silencio tan falto de carisma que le olvidé nada más conocerle. Era incapaz de encadenar más de dos frases cortas para interactuar con otro ser humano. Me recordaba tanto a mí que me prometí ignorarle durante el resto de mi vida, cada mes, cada día, cada instante... Lo que me llevó, irremediablemente, a amar cada uno de los detalles de sus creaciones
Podía coger cualquiera de sus cuadros y destrozarlo hasta la saciedad. Examinar cien, mil nimiedades que llamasen mi atención, bucear en lo que yo creía que era la idea subyacente de la obra, pasar días enteros ensimismada... y determinar, al fin, que no había entendido nada. Tal era mi admiración que no era capaz de percibir lo más evidente: su total y absoluto desprecio por el mundo. Los grandes artistas han de ignorar el fatuo destino de sus semejantes para elevarse sobre ellos y labrar una marca eterna e indeleble en el universo mundano.
Un proverbio chino reza: "Las raíces bajo la tierra no piden recompensa por hacer que las ramas den frutos". De igual forma, una manzana jamás se acordará de la semilla que le hizo nacer. Por contra, intentará conservar, proteger y sembrar sus propias semillas, tratando de perpetuar su especie. Todo lo contrario sucede con el agua. El agua es un espíritu libre... sujeto a las más estrictas normas de la naturaleza. El agua es capaz de lo mejor y lo peor, capaz de mantener con vida a un planeta entero y capaz de destruirlo con atrocidad. Y sin embargo, no es capaz de escapar de este vaso de cartón que descansa, inocente, sobre la mesa. "Pon agua en una botella y será la botella", ¿donde está toda esa personalidad arrolladora que tiene el agua en un torrente? No se me ocurre un fin más humillante y denigrante que el acabar siendo un endeble vaso de cartón. Un vaso que ni siquiera está diseñado para contener agua pura, sino una bebida con aroma de café. Un vaso con colores llamativos y mensajes positivos impregnados en sus paredes, cuya finalidad es resultar atractivo a la vista e incitar a unas personas a ofrecer su dinero a otras personas a cambio de sentirse bien con dicho vaso entre sus manos... o sobre la mesa. Lo cierto es que estos vasos no tienen la culpa, ellos simplemente aguardan apilados en estrechos conductos, dentro de una máquina, a ser vendidos por 35 céntimos. Aplastados, mordisqueados, desgarrados... su destrucción no suele ser indolora ni sutil. Al menos tienen el mismo consuelo que Hinduístas y Budistas, su ser material mutará de cuerpo mientras su esencia se mantiene inmortal: el vaso de cartón. 
No recuerdo de qué estaba hablado, se me hace tarde y tengo que abandonar esta reunión. Adiós.

Aplasta entre sus dedos el vaso de cartón que tenía en su mano y sale por la puerta, dejando sobre la mesa el vaso hecho un amasijo de ira y sentimientos reprimidos. El dibujo del vaso y la firma del artista han quedado destrozados. Las diez personas que escuchaban su discurso, con un café en sus respectivas manos, boquiabiertos. Nadie se atreve a romper el silencio. Por fín, una chica dice:
- ¿Quién era esa? 
- Ni idea -responde su compañero-, pero habrá que volver al trabajo

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