miércoles, 21 de septiembre de 2016

Taktsang

Existe en la cordillera del Himalaya un templo budista tibetano cuyo fin último es el de acoger almas en busca de meditación. Para encontrarlo es necesario viajar hasta un pequeño país situado entre China e India llamado Bután. Al oeste de este país, en el distrito de Paro, y una vez llegues a la capital del distrito con la que comparte nombre, debes dirigirte hacia el norte. Sólo es posible acceder al templo a pie o en mula y cada uno de los diez kilómetros que deberás recorrer tiene su cometido. El camino es la antesala necesaria para llegar a tu meta, una introspección forzada por la naturaleza de tu entorno. Acantilados de más de tres mil metros de altura te rodean, paredes de piedra vertical que sirven de garganta para que el viento vuele a toda velocidad trayendo los cantos de tiempos antiguos. Áspera y dura piel de roca reviste todo cuando alcanza la vista, apenas unas briznas de hierba alfombran el camino durante la época de lluvias. En invierno, el omnipresente manto blanco lo cubre todo; toda la superficie que la humanidad haya conocido y la que pueda descubrir parece yacer bajo el límpido color de la muerte.

Este templo fue construido hace casi cuatro siglos al cobijo de unas cuevas entre las rocas y recibió el nombre de Taktsang, que en el idioma dzongkha significa "nido de tigres". Cuenta la leyenda que fue allí donde el gurú Padmasambhava paró a meditar durante años en el siglo octavo; y fue allí donde se erigió el templo en honor del fundador.

Fue un 26 de diciembre de aquel lejano año de 1994 cuando llegué a la ciudad de Paro. Recuerdo que empleé tres días en recorrer la distancia que separa a la ciudad del templo. Una eterna ventisca fue mi compañera inseparable durante esos tres días y tres noches que viví entre aquellas montañas. Jamás he caminado por un entorno más duro y menos hospitalario que aquellos picos. Al vislumbrar entre la tormenta por primera vez el templo sentí una sensación de alegría y abatimiento al mismo tiempo. Pues había escuchado que el acceso al mismo era la prueba más dura y en la que más aspirantes caían. Me hallaba en un periodo caótico de mi vida y había planeado aquel viaje en busca de consejo. Deseaba encontrar a algún sucesor de Padmasambhava, el gran maestro de la meditación budista, y que él me ayudase a encontrar mi camino. Pero antes necesitaba hallar la entrada al templo. Tres horas necesité hasta encontrar la ansiada entrada. Tres horas de constante búsqueda, escudriñando hasta el más mínimo detalle que pudiese encontrar en la roca y me ayudase a seguir mi camino. Tres horas de lucha contra la tempestad, contra mi propio agotamiento; la desesperación de saberme tan cerca pero tan impotente, haber recorrido tres días de duro camino y no ser capaz de dar el último paso para encontrar el abrigo del templo.

Finalmente, hallé un resquicio entre la roca y pude deslizarme hasta un muro interior, protegido de la nieve, por el que pude escalar hasta llegar a la entrada del monasterio. La puerta consistía en un arco desnudo, sin mayor protección que el terrible ascenso hasta alcanzarlo. A través de este arco accedí a un patio con un gran estanque de agua congelada en su interior. Dos pequeños edificios flanqueaban el patio y, junto al templo principal situado frente al arco de entrada, conformaban un espacio recogido al menos del viento. Un único árbol con ramas secas descansaba a mi izquierda. El estanque estaba a los pies de las escaleras que ascendían hacia el edificio principal. Rodeé el estanque, subí por las escaleras y empujé con fuerza la gran puerta de madera que presidía el patio. Estaba cerrada. Parecía llevar cerrada varios años. Volví a bajar las escalaras y me encaminé hacia la otra puerta visible desde el patio, la del edificio menor de la derecha. Esta vez tuve más suerte y pude acceder a la pequeña edificación.

El interior estaba oscuro, con la única luz que entraba por la puerta que acababa de atravesar. Mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad lancé mi pregunta "¿Hay alguien?". Ninguna respuesta. "¿Hola?". Nada. Los rayos de luz revelaban las curiosas motas de polvo que se habían desperezado al verme entrar. La sala era rectangular, con suelo y paredes de piedra que sostenían a un precioso techo de madera. Ningún mueble a la vista, la única decoración que había eran los grabados en las paredes. Parecían contar historias, como si a lo largo de los años alguien hubiese utilizado aquellos muros como un cuaderno de bitácora donde contar historias.

Volví al patio en busca de ayuda, alguien que pudiese decirme qué hacer, cómo encontrar mi camino. Alguien con quien hablar, alguna persona. Voceé y esperé respuesta. Silencio. Escudriñé en busca de alguna otra puerta, cualquier acceso que me permitiese entrar en el templo. Nada. Inspeccioné de nuevo la sala rectangular, era húmeda y oscura, aunque no tan oscura como me había parecido en un principio. A lo largo de las cuatro paredes, un poyo de piedra levantaba algo más de medio metro del suelo. No era la suite de un hotel pero desde luego era una mejor opción para esperar que el gélido suelo del patio. Pasaron horas sin encontrar más compañía que la de los dibujos en la pared. Anocheció y me dispuse a pasar la noche en una esquina. Me tumbé sobre el poyo, abracé mis rodillas y traté de descansar para continuar mi búsqueda a la mañana siguiente.

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