miércoles, 28 de septiembre de 2016

Taktsang (continuación)

Pasé tres semanas en aquella estancia, solo. Tuve oportunidad de estudiar a mis únicos compañeros, los dibujos en la pared, aunque en aquel momento no entendí muchos de ellos. Uno representaba a un joven monje budista (a juzgar por su vestimenta) meditando en una cueva. Varios de ellos mostraban unos preciosos tigres blancos (más tarde aprendería que no eran tigres sino leopardos) en diversas escenas: cazando, descansando sobre ramas de árboles, luchando contra cazadores, compartiendo una presa con humanos... Había un grabado muy extraño en el que se apreciaba una figura, mitad tigre mitad humano, que parecía estar interpretando una especie de danza o arte marcial en medio de un río. No entendí lo que se estaba representando pero cautivó mi atención por los colores y la expresión retorcida de la cara de aquella persona. Sus ojos parecían tener vida, aquella expresión... era más realista que muchas otras miradas que he podido encontrar en personas vivas. Tuve también tiempo de pensar. Medité mucho acerca de mi persona, del porqué de aquel viaje, me pregunté qué estaba buscando, me cuestioné si realmente era el lugar adecuado, si encontraría allí lo que necesitaba. Finalmente, una mañana al salir al patio para comer algo (había descubierto unos pequeños arbustos con frutos comestibles de color naranja que crecían en el tejado del otro edificio menor, al cual accedía trepando por las ramas del árbol seco) algo me sorprendió, a diferencia de las anteriores mañanas algo había cambiado en la imagen eternamente estática del patio, la puerta del gran edificio principal estaba entreabierta.

Me acerqué con cautela y me deslicé al interior sin querer tocar la gran puerta de madera. Este templo, mucho más grande que mi anterior guarida, sí contaba con iluminación y mobiliario. La planta baja estaba rodeada por galerías formadas con arcos de madera, que servían de suelo a la planta superior. En el centro del edificio, como si toda la arquitectura le estuviese reservando el protagonismo, se hallaba un gran patio interior. Un pequeño altar con una mesa desnuda y dos incensarios como únicas imágenes a las que venerar se encontraba en el sitio más alejado de mi posición; a los pies del altar, una vieja y polvorienta alfombra gigante que cubría casi la mitad del patio. Algunos incensarios más repartidos por la estancia, uno por cada lámpara de aceite; todo ello, junto con la discreta iluminación que se colaba por el tragaluz en el centro del tejado, conferían a la atmósfera de un particular candor en medio de aquella montaña aparentemente inerte. Sobre la alfombra, sentado en una extraña postura encontré a la que era la primera persona que veía en semanas, un monje budista tibetano. Me acerqué para hablar con él.

Le expliqué al monje que había llegado hasta allí en busca de ayuda, que necesitaba encontrar mi camino en la vida, le imploré que me mostrase qué hacer... y cómo hacerlo. Él me dijo, naturalmente, que la respuesta estaba en mi interior. Me desveló que todo el tiempo que había estado esperando era en realidad parte de mi formación, necesitaba aprender a meditar y a hablar conmigo mismo, algo que no había hecho desde mi adolescencia, confesé. Me aseguró que las respuestas a mis preguntas no serían inmediatas pero el procedimiento constaba de un solo paso: dejar que mi yo interior hablase y escucharle con atención. Pasé más de tres años en aquel templo hasta obtener algunas respuestas y os aseguro que fueron de lo más gratificantes todas ellas. Valieron la pena todos y cada uno de los días que allí viví. Pero no quiero adelantarme en la historia.

La primera acción que tenía que hacer era trepar al cerezo del patio (el árbol seco que me había proporcionado acceso al tejado del edificio secundario) y conseguir una rama. Lo hice sin demasiado esfuerzo, aunque sí que pasé un buen rato hasta elegir una rama que me gustase. No demasiado grande, pero tampoco fina ni endeble. Mi yo interior utilizaría aquella rama para expresarse y yo debía estar atento si quería recibir el mensaje. No me separé de aquella rama durante los tres meses siguientes, la guardé entre mis manos día y noche; comía con ella a mi lado, dormía abrazado a ella. La empleé como utensilio de cocina, jugué con ella cuidadosamente, la fui moldeando. A veces le hacía muescas o la lijaba de forma intencionada para pulirle alguna imperfección que no me gustaba, otras veces se me rompía accidentalmente algún trozo de la misma. Poco a poco fue reduciendo su tamaño hasta convertirse en un utensilio fácilmente manejable con una sola mano. Un apéndice de la pieza, de unos diez centímetros y estrecho, se presentaba como una especie de mango o empuñadura basta; ésta se iba ensanchando de igual forma que lo hace un río en su desembocadura en el mar hasta transformarse en una superficie plana y mucho más ancha.

Una noche de primavera, el monje, con quien apenas había intercambiado unas cuantas palabras durante todo este tiempo, me pidió que le acompañase al estanque del patio. Yo salí con él y, a pesar de que el aire seguía siendo helador comparado con las primaveras que había conocido, me encantó comprobar que el gélido viendo del invierno se había retirado a los picos más altos. Al menos el agua del estanque no estaba congelada y resultaba hipnótico el reflejo de las lámparas bailando tintineantes. Por lo visto, el monje quería realizar algún tipo de ritual, pues esas lámparas eran las del interior del templo y él me esperaba de pie en el centro del estanque. Tenía los pies desnudos sumergidos y supuse que quería que yo hiciese lo mismo. Sin separarme de mi artilugio de madera, me acerqué hasta él y de forma ceremoniosa me dijo que era el momento, que mi yo interior había estado hablando con la madera y que ahora leeríamos lo que nos tenía que decir. Me hizo coger con ambas manos la pieza de madera y las sumergió de forma delicada en el agua mientras recitaba alguna especie de oración. Recuerdo que el agua estaba helada, sentía un millar de agujas clavándose en la piel de mis pies. Sin embargo, mis manos no sentían nada de frío, sentía más bien como si una capa protectora de aceite las envolviese. Al sacar las manos del agua descubrí con gran sorpresa que la silueta de la pieza se revelaba de forma clara y transparente ante mis ojos, tenía claro de qué objeto se trataba, no entendía cómo no lo había percibido antes. Además, una marca negra serigrafiada había aparecido junto a la empuñadura, era una letra Á caligráfica muy bien definida y con una tilde. ¡La letra inicial de mi nombre! El monje me explicó que la pieza ahora llevaba mi sello, que ahora tenía parte de mi alma y que a cambio, me había revelado mi yo interior. Ahora sabía cuál era mi camino y lo que debía hacer.

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